27 de septiembre de 2008

Caramelos



Pues así son las cosas. Como perder el tren dentro de un vagón de metro. El anuncio y puesta a la venta de Caramelos en la página de Editorial Berenice me sorprendió, nadie me había comunicado nada y no había habido una corrección final. Por eso he esperado varios meses antes de compartirlo con vosotros. Caramelos es un libro que contiene distintas fotografías e imágenes,  y yo había estado trabajando con el editor únicamente sobre el texto. Al parecer Berenice está sufriendo cambios internos. He recibido noticias en los dos sentidos: algunos afirman que está previsto la novela salga, otros rumores apuntan a que cesará toda actividad. 
Esos rumores son todo lo que sé. Oficialmente, desde junio nadie se ha puesto en contacto conmigo.

16 de septiembre de 2008

Foster Wallace, anexo 2.

(Os transmito un segundo artículo que Javier me ha hecho llegar.)

Narrar y cómo
Javier García Rodríguez
David Foster Wallace, Extinción, Barcelona, Mondadori, 2005. Traducción de Javier Calvo.


El primero de los relatos que configuran Extinción es una trampa, un laberinto, una pesadilla, un reto, una gimkana verbal, un concurso de marcas, una selva, un delirio, una prueba de paciencia lectora. Pero al lector que es capaz –parece proponer Wallace- de no desfallecer, de no hastiarse, de no desesperar, de no huir a espacios más aireados, a lugares más tranquilos (que son al mismo tiempo, ya se sabe, más aburridos, y menos productivos); al lector que consiente en aguantar esa especie de broma (que, durante páginas, amenaza con ser infinita y que al final no lo es –ni infinita, ni broma), al que –parece decir Wallace- soporta el embaucamiento, las piruetas, los meandros del sentido, el sinuoso y perverso placer del autor por lanzarle a un abismo de palabras; al que persevera en la esperanza de que el relato se eleve por encima de la frialdad de los datos y de la aparente objetividad de la estadística, se le ofrece la descarnada y al tiempo inevitable imagen de un ser humano angustiado y autoconsciente, anodino y pusilánime, incapaz de mostrarse, replegado en su nada y cobarde. Replegado en su cobardía y nada (más).
Y poco importa si después Wallace enfrenta a los personajes a la vacuidad de un trabajo repetitivo y poco gratificante, al engaño elevado al cubo de la publicidad y sus artimañas, a los deseos de acabar con todo(s), a la toma de conciencia de la fraudulencia de un existir siempre impostado, al reflejo de una identidad no asumida, a la frustración social, al miedo, a la vida adulta, a la soledad, a la desolación. Habla siempre Wallace del mismo personaje: aquel que (sobre)vive inmerso en las falacias de lo que sin asomo de ironía llamaremos el mundo actual. Por eso su prosa –su hipertrofiada prosa puntillosa y rizomática- apuesta por saltar constante y sorpresivamente de la objetiva demoración en los detalles ínfimos, en aquellos que la atención cotidiana desprecia precisamente por cotidianos, a radicales (y aquí el adjetivo no es accesorio) flujos de conciencia que ponen en crisis no solo la perspectiva superdetallista y el hiperrealismo sensorial (un puntillismo que a veces se vuelve, por excesivo, un tanto cargante), sino también los valores personales y colectivos, y la dinámica del propio relato. Una conciencia así, alerta y funcionando, crea voces, permite la mirada del otro, se contradice, evita los desenlaces (los previsibles pero también los imprevisibles) y soluciones, no traza distinciones entre asuntos menores y grandes cuestiones, ahorra diatribas y consejos, desmonta (¿deconstruye?) edificios casi sagrados (el psicoanálisis, la publicidad, la vida adulta). Una conciencia así, alerta y funcionando, aporta en cada relato la oportuna crítica social (que a veces se transmuta en crítica cultural), la implicación emocional justa (estamos hablando de Wallace, no se olvide) y el escaparate de novedades casual wear de lo que viste el sujeto en los tiempos hodiernos.
Nadie escribe hoy como David Foster Wallace. Y no es esta afirmación –sólo- un juicio de valor. Si es cierto que, en ocasiones, el elevado –y elitista- intelectualismo, el marcado distanciamiento irónico, el “datismo” perpetuo (a Wallace siempre la sale el scholar brillante que lleva dentro), la incontinencia verbal, narrativa y argumental, la demoración o escamoteamiento en el desenlace, el humor corrosivo y disciplente, la ausencia de compromiso más allá de lo puramente literario, el interés por lo más actual, etc., todo ello puede provocar que el lector se irrite. Pero ese es también el modo narrativo wallaceano: precisamente todos estos elementos son los que permiten alcanzar un mínimo grado de verosimilitud, de apariencia de verdad en términos de Claudio Guillén, que de otra manera sería difícilmente justificable (no adelantaré nada, pero el arriesgado y escatológico último relato, “El canal del sufrimiento”, es excelente prueba de lo dicho; y también de la fatuidad del arte y sus alrededores).
Tengo para mí que David Foster Wallace es un sentimental. Que todo el material narrativo que van acumulando sus relatos, con sus detalles banales y su objetividad simulada, su verismo distanciado y sus logos prescindibles, son una excusa para hablar de las personas y de por qué son como son. La enfermedad de sus personajes no es la desorientación, la angustia, el insomnio, los problemas mentales, las tendencias suicidas o asesinas, la incapacidad de amar; la “enfermedad” es tomar conciencia de la imposibilidad de explicar(se), de narrar(se) en palabras sencillas y en construcciones tranquilizadoras que no tomen conciencia de su propia existencia. Por eso, más allá de los relatos más exuberantes y brillantes (y esta rima interna no la admitiría ni de lejos Wallace), los más prolíficos y significativos, a mi juicio, son “El alma no es una forja”, “Otro pionero” (un tratadito sobre teoría de los géneros literarios desde un punto de vista antropológico-arquetípico y de una narratología pseudo-proppiana dentro de un relato a tres voces en una situación hiperconvencional) y “El neón de siempre”. En el primero, un niño con déficit de atención reflexiona: “... no sólo que mi atención deambulara ociosamente [...] sino que construía activamente fantasías narrativas lineales y organizadas de forma diferenciada, muchas de las cuales se desplegaban con abundancia de detalles. Eso implicaba que cualquier cosa que resultara destacable por cualquier razón en el paisaje de fuera –como un objeto llamativo de la basura que volara de un cuadrado de la malla a otro, o un autobús que fluyera estólidamente de derecha a izquierda por las tres columnas horizontales más bajas de cuadrados- se convertía en el impulso para imaginar en privado storyboards de dibujos animados o de películas, en los cuales cada uno de los cuadrados restantes de la mall de la ventana podía usarse para desarrollar y profundizar la narración de las viñetas” (p. 94).
Narrar y cómo. He aquí la tarea que nos espera: “Lo que pasa por dentro es simplemente demasiado rápido y enorme y completamente interconectado para que las palabras consigan algo más que apenas esbozar los contornos de cómo mucho una parte diminuta de ello en cualquier momento determinado” (p. 188).

Javier García Rodríguez

Foster Wallace, anexo 1.

Wallace se divierte
Javier García Rodríguez
Revista Turia, Número 84, Noviembre / Febrero 2008

Ninguna lectura me ha exigido más esfuerzo interpretativo que este Hablemos de langostas de David Foster Wallace. Hagan la prueba de tratar de explicarle a su hija de cuatro años quién es el niño que aparece, disfrazado de langosta de plexiglás rojo, en su cubierta; intenten responder a la pregunta de quién ha escrito el libro (“Un señor que no conocemos”, respondí yo, y creo que era cierto); imaginen razones para convencerla de que no se puede pintar en él (o de que sí se puede, quién sabe); pongan en marcha toda su capacidad para contestar a la inocente consulta de qué dice ese libro; responda que es sobre literatura. Después, no se relaje: ella ha preguntado “Qué es literatura”. Llévela al parque.
Literatura es lo que hace Wallace aunque en ocasiones sea agotadora o irritante la superabundancia de desarrollos y de informaciones (la mirada constantemente oblicua, la digresión ingenua, el detalle insignificante hecho nudo). Literatura, aunque la mirada pretendidamente irónica devenga condescendiente. Literatura, porque la digresión ingenua es un hilo más de la maraña narrativa wallaceana. Literatura, porque el detalle no es adorno, sino tesela. Hay una faceta deslenguada y un poco punk en el ensayista David Foster Wallace: es la que le permite escribir crónicas, reportajes, reseñas y sesudos textos académicos transmutado en una mezcla imposible de Chomsky, Bart Simpson y un redactor terrorista del Reader’s Digest. Dadme un asunto y moveré el mundo, parece exclamar el posgrunge narrador y profesor universitario (entre repelente empollón y plasta sabelotodo), que, por lo que parece, ha decidido no renunciar a convertirse en un Pepito Grillo del Medio Oeste pasado por la túrmix de lo trasmoderno/posmoderno y del afterpop pangeico en las playas californianas. Las informaciones y los argumentos van desarrollándose en Hablemos de langostas en el falso objetivismo de la erudición académica (como en “La autoridad y el uso del inglés americano”, donde Wallace despliega toda una batería de tesis, antítesis, análisis, datos, verborrea y jerga universitaria, pero incardinándolo en una narración secundaria –subterránea- de carácter autobiográfico); y también en el reportaje/crónica en el que Wallace es un maestro, como había demostrado en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer: si allí destacaban las andanadas contra Ronald McDonald, los cruceros de lujo y la feria estatal de Illinois, aquí sobresalen el seguimiento de la ceremonia de entrega de los “porno-oscar” (lo que le permite la reflexión acerca de este altermundo y su extravagante y particular concepto del glamour), el recuperado “Arriba, Simba”, un texto que había sido publicado sólo en versión electrónica y que ofrece la personal visión de DFW sobre la fallida campaña electoral del senador John McCain y la inevitable mirada satírica, de humor arrojadizo, sobre una celebración multitudinaria y, a su juicio, inexplicable: la fiesta de la langosta en el estado norteamericano de Maine. El porno, la política, las celebraciones; si yo quisiera simplificar, diría que son el cuerpo y el alma de los Estados Unidos: algo perfecto para USA(r) y tirar.
Junto a estos textos mayores –en extensión y en profundidad-, Wallace incluye, siguiendo el esquema que tan buenos resultados le diera en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, otros ensayos más breves sobre aspectos menos populares (en Wallace siempre están a la gresca la cultura pop y la “high” cultura, en un intento de conciliación aún inalcanzable), como una penetrante reseña de la novela de Updike “Hacia el final del tiempo” (que le sirve para crear una rutilante y demoledora categoría de los Grandes Narcisistas Americanos: Mailer, Roth, ensimismados y yoístas), otro ensayo sobre la poco previsible posibilidad de que Kafka fuera un humorista, y el demoledor “La vista desde la casa de la señora Thompson”, una carga de profundidad sobre la generación social del miedo –el “Horror”, lo llama Wallace- con el trasfondo de los atentados terroristas.
En realidad, poco importa de qué esté hablando David Foster Wallace: para él, toda manifestación cultural-popular exige una comprensión más allá de su propia evidencia. Y después, claro el lenguaje –el estilo, si se quiere-. Ahí es donde Wallace termina por imponerse a todos: la sintaxis de ida y vuelta, la adjetivación imprevisible, la anotación sorpresiva, los juegos de la inteligencia. Un ejemplo y termino: “...invoca el anonimato capaz de matar el alma de las cadenas de hoteles y la terrible naturaleza idéntica y transitoria de las habitaciones: el omnipresente diseño floral de las colchas, las lámparas múltiples de pocos vatios, los tediosos cuadros atornillados a las paredes, el susurro esquizoide de la ventilación, la triste moqueta de pelo largo, el olor a productos de limpieza alienígenas, los Kleenex que salen del receptáculo de la pared, la llamada despertador automatizada, las cortinas a prueba de luz, las ventanas que no se abren... nunca”. El mundo, parece decir Wallace, es una habitación de hotel donde estamos invitados a estar de paso.

15 de septiembre de 2008

Foster Wallace, rezaré.

Foto de blindbanjodjim.

Lo siento tanto.
Recuerdo esto (estoy en la oficina, en un lunes normal, rodeada de gente normal): Pomona. Una escena de Inland Empire. De hecho, la única escena memorable de Inland. Como esa otra en la cual una mujer busca un bolso en plano accidente de coche. En los grandes desastres la mente humana experimenta la ansiosa necesidad de buscar algo pequeño, intrascendente, sobre lo que enfocar el espacio/tiempo. Una mantita de olor familiar a la que aferrarse. Un bolso, las llaves, una cita de una película. En Inland Empire dos indigentes mantienen una conversación sobre cuál es el autobús a Pomona. Una de ellas se está desangrando. Quiere ir a ver a su hermana. Las palabras son repetidas insistentemente: cuál es el autobús a Pomona. Cuál es. Foster Wallace vivió allí. Murió allí. Foster Wallace citaba siempre a Lynch como influencia. Tal vez fue una cita-respuesta por parte de Lynch. Yo sólo pienso en Pomona. En los paisajes. En el rancho de Kellogg´s. En eso y en que una vez, en un Casa del Libro, un dependiente con perilla se puso muy pesado recomendándome realistas norteamericanos, y yo le apunté Infinite Jest en un papel, deciéndole que ése era el libro que debía leer. Un pequeño chiste privado. Se llama Inland Empire a una zona concreta en sur de California. La vida (la muerte) es una broma infinita.

13 de septiembre de 2008

William Blake no es alemán



Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?

In what distant deeps or skies 5
Burnt the fire of thine eyes?
On what wings dare he aspire?
What the hand dare seize the fire?

And what shoulder and what art
Could twist the sinews of thy heart? 10
And when thy heart began to beat,
What dread hand and what dread feet?

What the hammer? what the chain?
In what furnace was thy brain?
What the anvil? What dread grasp 15
Dare its deadly terrors clasp?

When the stars threw down their spears,
And water'd heaven with their tears,
Did He smile His work to see?
Did He who made the lamb make thee? 20

Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Dare frame thy fearful symmetry?

He vuelto a mis clases de pintura. Ayer me llevé este lienzo, que tenía pintado desde hace un año y que siempre he sentido que estaba inacabado. Pensé que a lo insulso de la imagen no le vendría mal un poco de anarquía, un poco de ambigüedad, y se me ocurrió añadir unos versos de Blake por su descripción de visiones fascinantes. De él dijo su mujer: "el señor Blake no me brinda demasiada compañía; pasa gran parte de su tiempo en el Paraíso".

Al final me lo volví a traer a casa porque otro chico de la clase se puso hecho unos zorros, aludiendo a que la tipografía gótica era la utilizada por los nazis. Cierto, pero porque las primeras imprentas, alemanas, usaban estos tipos, creados en su mayoria por judíos en los talleres. Luego continuó con que si el tigre también era un símbolo nazi, a lo que yo balbuceé algo (vaya, qué error el mío, pensé que era el águila). Pero lo más irritante de todo es que intentó convencerme de que Blake era un poeta alemán, no inglés, y este poema era un poema que escondía violencia de primer grado, cruentísimas intenciones, lo que repitió seguidamente hasta que yo pasé del tema y me puse a recoger.

Lo curioso de todo, lo más curioso, es al salir me fijé en qué estaba trabajando él. En su lienzo de 2x1,5 estaba esbozada una modelo de cuerpo entero con una máscara de gas que le cubría la cabeza, y un maletín de ejecutiva en la mano.

Quizá la sobreinterpretación de una cabeza de perro como la de este pobre chico lleva a veces a las conclusiones deseadas, proyectadas por nosotros mismos, ausentes en la obra, en el inocente tigre y el poema para infantes.

9 de septiembre de 2008

Wallace Stevens



El muñeco de nieve

One must have a mind of winter
to regard the frost and the boughs
of the pine-trees crusted with snow;

And I have been cold a long time
to behold the junipers shagged with ice,
the spruces rough in the distant glitter

of the January sun; and not to think
of any misery in the sound of wind,
in the sound of a few leaves,
which is the sound of the land
full of the same wind
that is blowing in the same bare place

for the listener who listens in the snow,
and, nothing himself, beholds
nothing that is not here and the nothing that it is.


Uno debe tener una mente de invierno
para contemplar la escarcha y las ramas
de los pinos recubiertas de nieve

Y yo llevo tiempo pasando frío,
mirando la capa de hielo de los enebros
y los abetos, rotundos en el destello de la lejanía
del sol de Enero, sin pensar
en miseria alguna sonando en el viento,
sonando entre unas pocas hojas,

el sonido de la tierra
plena del mismo viento
que sopla siempre sobre este espacio desnudo

para aquel que escucha en la nieve
y, siendo nada él mismo, no contempla
nada que no esté aquí y la nada que sí está.


Este libro me lo regaló Julián Cañizares de su propia biblioteca. Es un libro raro, cuyo barniz de portada se ensucia mucho por la rugosidad del papel, y con algunos poemas en edición bilingüe, pero muchos otros solo en español.

Me gusta mucho este poema, pero la traducción de Heffernan no me satisface, así que he hecho la mía.
Un texto para un día como hoy, fiesta en Madrid, cuando uno tiene el espacio y el tiempo para escuchar la promesa del invierno y observar la nada que está, y la nada ausente.

6 de septiembre de 2008

Hasta que te encuentre, John Irving



L se ha ido a México una semana, a grabar un reportaje de esa madre a cuyo hijo descuartizaron durante su secuestro. L me dejó la compra hecha, las cosas que más me gustan: fideos chinos, natillas de chocolate, lechuga iceberg. Sus padres llaman a menudo a ver si sé algo. Anja regresó de su particular Bildungsroman ibicenco: su compañera de piso la dejó tirada y con dinero de menos, ha estado trabajando en una tienda de ropa y me dice que se ha comprado un vestido precioso, de noche, con faralaes. Su gusto nórdico reluce en la anécdota, siempre le gustan los cortes que marcan las caderas, al bies, los volúmenes y esas cosas pequeñitas que brillan o cuelgan. Ayer pasamos una de las últimas tardes que podremos estar al aire libre, en El Rincón, y un hombre se sentó a nuestra mesa. Primero estuvo callado, luego comenzó a hablar y desde entonces resultó imparable. Finalmente confesó que es diseñador, entre mucha otras cosas. Si hay algo en la vida que deba encender una señal de alarma en tu cerebro, es un comentario como ése. Gente que escribe poesía, gente que hace fotografía, pintura y diseño al mismo tiempo. Individuos que se definen como peluqueros y psicólogos. De seguro no te escucharán. Tal vez un día Anja y yo terminemos igual, sentándonos en los bares con desconocidos y loando el maximalismo y las tintas planas.
Anja quería proponerme algo: marcharnos a vivir a su encantadora casa de Mariehamn, en las islas Äland, en algún punto entre Finlandia y Suecia. Recuerdo la pequeña biblioteca (la historia de una sencilla mujer que acabó el proyecto arquitectónico de su marido) la nieve y mar nórdico, la vez que fuimos a ver a su abuelo a la residencia y él se enfadaba porque quería ir a coger leña, y algo se me encoge al decir que no.

Hoy he pasado el día con C, en el Botánico y el Prado. Los extravagantes cactus gigantes del invernadero, empujando los cristales superiores, me hacen imaginar el desierto mexicano. Con C siempre olvido las reglas y doy una visión de las cosas, que, me doy cuenta, le resultan demasiado crudas. De luz como en esas retratos flamencos, de mujeres austeras con cuellos altos y trenzas enmarcando rostros perfectamente ovalados, severos. Me gusta estar con C, acompañarla a la estación de autobuses. Hablar de las ofertas de Waterhouse, ir al fnac. Reconocer que el mundo editorial sufre el efecto Zara, el efecto Starbucks, también gracias a nosotras. Antes de subirse me dice que está buscando Fascination, y le miro y contesto: ni idea.

Regreso a casa cuando sale la moto del tatuador del portal de al lado. El sonido de ese motor, como vapor levantando la tapa de una caldera, marca siempre las nueve de la noche, y veo las estaciones cambiar, las sombras alargarse, el otoño cerrando la luz. Ahora leo Hasta que te encuentre, de John Irving. Un gran libro, un libro de acogida, casi. 1019 páginas que relatan la búsqueda de una tatuadora, madre soltera, a través de Dinamarca, Suecia o Holanda, del organista que fue su antiguo amor.

Anexo 1


Mi primer tatuaje. El único. Es una rosa enorme en la cadera. Nos lo hicimos en Aurora, un suburbio de Naperville. Nos llevó una amiga de Rubén Rojo, el mexicano, en un 4x4 con las ventanillas de plástico, la noche antes de que el grupo de alumnos de intercambio del instituto nº2 de Albacete regresáramos a España. Yo llevaba lo que se llama flash, el dibujo. Creo que lo guardé muchísimos años (hablamos del 94), con sus manchas diminutas de sangre y tinta, hasta que tiré absolutamente todo lo del cuarto que tenía en casa de mis padres. Hasta que te encuentre me hace visualizar aquello, y he aprendido que aquel dibujo, una reproducción a plumilla en negro de la rosa de Dalí, no es más que un tatuaje estándar, una rosa de Jericó, que camufla algo más. Me gusta el libro. Me gustan los pasajes de cotidianeidad en los talleres de tatuaje de toda Europa, el trayecto vagabundo por los países nórdicos, y la descripción por parte del niño bastardo, Jack, de sus profesoras severas como relamidos retratos flamencos.

Me hacen recordar el dolor, la lluvia leve, y que sonaba el Ten en vinilo. A veces, cuando oigo la moto del vecino del taller de abajo, me planteo entrar allí y pedirle que arregle un poco la tinta decolorida y la deformidad de los trazados. Yo era entonces muy joven y el tatuaje ha crecido dentro de mí, extendiéndose bajo la piel, creciendo borroso. En otras ocasiones pienso en borrarlo. Pero casi siempre pienso que es mejor, simplemente, abandonarlo.

Anexo 2

Después de todo este tiempo, este año recibí un mail de Rubén Rojo. Me decía que me había escuchado casualmente en la radio. Nuestra amistad, surgida mientras él servía la comida en un hotel, se convirtió en una amistad heredable, dado que (por lo que oí) año tras año fue conociendo a los nuevos chicos que iban de intercambio al instituto de Naperville, Chicago. En uno de esos viajes debió conocer a una de las alumnas, y finalmente se casó con ella, así que cruzó el charco y ahora vive en un pueblo de Albacete, con sus hijos. C me dijo que lo había visto trabajando en uno de los talleres de coches de allí una vez, pero que apenas recordaba ya aquel viaje y pensó que se equivocaba.

Yo recuerdo que una vez fuimos a una tienda de discos del Moll, y me regaló la cinta de Siamese Dream.
Un día me gustaría ir a su casa, comer con todos ellos, cerrar el círculo.

 
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